Discurso del ministro de Relaciones Exteriores del Perú Dr. Raúl Porras Barrenechea en la reunión de cancilleres de San José, Costa Rica, 1960. Votó contra la condena a Cuba promovida por EEUU y esta actitud de hidalguía, desobedeciendo las órdenes del gobierno de Prado, le costó su renuncia. Murió poco después.
Porras fue diplomático, erudito investigador de nuestra historia y brillante catedrático en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Nunca comulgó expresamente con el socialismo. Conocido por su filiación conservadora, sorprendió al mundo académico y político con este lúcido discurso que restablece los valores originales de la diplomacia peruana.
Señor Presidente, Señores Cancilleres:
En 1826, al reunirse en Panamá por convocatoria de Bolívar y de la Cancillería Peruana, hecha desde Lima, dos días antes de la batalla de Ayacucho, el 7 de diciembre de 1824, la primera Asamblea Anfictiónica de los pueblos de América, decía el delegado peruano Vidaurre, con énfasis americanista: "Hemos sido los primeros en concurrir al lugar destinado a formar los eternos pactos de amistad y alianza entre todas las Américas".
He ahí prefijada, desde 1826, la vocación unitaria y conciliadora del Perú en el ámbito americano. Ella arrancaba desde muy lejos y tenía las más hondas raíces telúricas. En la behetría primitiva de América, los Incas fueron los primeros en forjar una gran unidad política sobre la base del respeto de la personalidad de los pueblos incorporados a su influjo civilizador, desterrando la violencia y la fuerza, respetando las creencias y los usos de los pueblos coaligados y llevando sus ídolos para colocarlos, en señal de reverencia, en el Templo del Sol. De aquel remoto legado indígena, que no logró borrar sino que acentuó y afirmó el humanismo español de teólogos y juristas frente a la voluntad de poder de los conquistadores, brotó también la vocación de paz y justicia y el sentido de equidad del pueblo peruano que hizo realidad la utopía socialista de la igualdad económica entre los hombres y la justa distribución de la riqueza, creando el topu, la medida igual de tierra para todos los súbditos del Imperio y magnífico anticipo de las incipientes reformas agrarias de nuestro tiempo.
El Perú, en el que ha predominado étnicamente la sangre indígena aunada al espíritu ético de España, ha sido siempre en la historia un camino de fraternidad y de armoniosa conciliación de contrarios. En su territorio, situado en la encrucijada de todos los caminos de la América del Sur, se conjugaron y fundieron las oleadas culturales de Aztecas, de Mayas y de Chibchas y hasta el mítico e hirsuto primitivismo de caribes y arawaks. Lima fue el centro del comercio y de la ilustración sudamericana, y, en la hora de la emancipación, coincidieron en nuestro suelo las corrientes libertadoras del Norte y del Sur para ganar en territorio peruano la batalla fraternal de Ayacucho. Ese deber y ese destino telúrico fueron mantenidos por el Perú a través de su evolución republicana. En un período de auge económico y de predominio político sudamericano, el Perú eludió las soluciones de fuerza, buscó la coordinación jurídica y la solidaridad de intereses y de ideales de la América Latina. Convocó desde Lima al Congreso Americano de 1847 para afianzar la independencia, resguardar la integridad territorial de nuestros pueblos, repeler la invasión extranjera y uniformar los principios del derecho internacional, de modo tal que la América toda crezca como una sola familia. El Canciller peruano Paz Soldán, al instruir a su Plenipotenciario ante ese Congreso le indicaba que debía procurar la formulación de tratados que afianzasen la independencia, soberanía e instituciones de cada una de las naciones americanas, "de manera que ningún poder extraño pueda atentar impunemente contra intereses y objetos tan importantes de que depende la existencia y bienestar de nuestras naciones".
El Perú convocó también a la Unión y Confederación Americana ante los asomos de intervención extranjera en el siglo XIX, mientras dormían los Monroes. Promovió la reunión de los pueblos del Pacífico para oponerse a la expedición monarquista de Flores, apoyada por los albaceas de la Santa Alianza, se opuso a las intervenciones en México y Santo Domingo, dio su apoyo pecuniario a Costa Rica para rechazar la intervención filibustera de Walker y convocó a la solidaridad defensiva contra los intentos de conquista española, a Chile, Ecuador y Bolivia, en la Cuádruple Alianza del Pacífico que culminó gloriosamente en el Callao el 2 de Mayo de 1866. Más tarde buscó la coordinación jurídica en 1875, propuso la formación de un zollverein americano y reunió un Congreso de Jurisconsultos en Lima en 1868.
Ello explica claramente -he dicho otra vez- la posición internacional del Perú en nuestro siglo, su adhesión obstinada a las soluciones de derecho y de paz, su acatamiento a los fallos internacionales, su fe en la conciliación internacional, su cooperación a la Sociedad de las Naciones bajo el signo wilsoniano y su contribución a la Carta de San Francisco y a la defensa de los valores de la civilización humanista y cristiana dentro del marco de las Naciones Unidas. El Perú ha declarado, por otra parte, en las Naciones Unidas así como en las Conferencias de Cancilleres de Washington y Santiago, su adhesión invariable al principio de no intervención venga ésta de donde viniere, su respeto a la personalidad del Estado como base del orden internacional y a la libre determinación de los pueblos. Ha declarado, asimismo, reiteradamente, que considera como base del sistema democrático la promoción del desarrollo económico de nuestros pueblos, la elevación del nivel de vida de los trabajadores latinoamericanos continuamente acechada por la agresión económica que significa la política de cuotas y subsidios y la instauración de un nuevo interamericanismo contrario a todas las formas de explotación que promueva el mayor adelanto industrial y el amplio disfrute, por parte de nuestros pueblos, de sus riquezas naturales.
Estos hechos marcan una trayectoria y una conducta a la que se ciñó el pedido de convocatoria de una Reunión de Consulta de los Cancilleres Americanos hecha por el Perú "para considerar, según lo dijo la propuesta de 12 de julio último, las exigencias de la solidaridad continental, de la defensa del sistema regional y de los principios democráticos americanos ante las amenazas externas que puedan afectarlos". Formulada en términos de absoluta neutralidad y propósito de conciliación, ella no contuvo índice alguno de acusación contra nadie y tendió, como lo declaré a raíz de la presentación ante la 0EA, a promover todo lo que une y no lo que separa. Recogía sin saberlo la explicación cimera que Martí dio a la unidad americana cuando expresó que "La América ha de promover todo lo que acerque a los pueblos y de abominar todo lo que los aparte". En esto como en todos los problemas humanos, dijo el héroe y poeta cubano, el último de nuestros libertadores, el porvenir es el de la paz.
La situación internacional justificaba nuestra propuesta. Pese a los acuerdos y resoluciones aprobados en agosto de 1959, por la Quinta Reunión de Consulta de Santiago, la tensión existente en la zona del Caribe lejos de mejorar había empeorado por obra de múltiples y complejos factores, no sólo políticos sino económicos, particularmente por el desequilibrio entre las premiosas necesidades de nuestros pueblos y la escasez de recursos para satisfacerlas. El peor elemento de inseguridad en el Caribe era, sin duda, la política de extorsión del Gobierno de Santo Domingo, violatoria de los derechos humanos, y sus actos de intervención y agresión contra los gobiernos democráticos, particularmente contra el de Venezuela. Esa conducta acaba de ser enjuiciada por la Sexta Reunión de Consulta con tanta energía que nuestro sistema regional se ha robustecido y prestigiado con esto. El panorama cargado de sombras se empeoró progresivamente por las tensiones surgidas entre Cuba y los Estados Unidos, por las represalias adoptadas por una y otra parte y las amenazas de ruptura del sistema interamericano agravadas por la intromisión del Primer Ministro del gobierno soviético, cuyo objetivo evidente era el de atizar la discordia en el Caribe, desquiciar el sistema continental e impulsar la penetración soviética en el medio propicio de los países americanos subdesarrollados.
La doctrina y la praxis del interamericanismo están basadas, desde el Congreso de Panamá, en el mantenimiento del principio de no intervención y en la defensa del sistema democrático. La anacrónica doctrina de Monroe, que tuvo como finalidad impedir la intervención europea en América, que cumplió una función defensiva en algunos casos y se arrogó prerrogativas de tutela moral, ha sido sustituida por pactos multilaterales como los enderezados en la actualidad a impedir cualquier intervención extracontinental, pero, sobre todo, a desarrollar nuestras propias instituciones y disfrutar de nuestra independencia.
El sistema Interamericano ha significado un esfuerzo secular para constituir un sistema jurídico propio, distinto del de Europa y otros continentes, libremente aceptado por todos sobre la base de la integridad y de la independencia de nuestros Estados. No obstante las diferencias étnicas y psicológicas entre los Estados Unidos y la América Latina, han logrado formularse, favorecidas por razones geográficas, normas y aspiraciones comunes. Si Europa, tensa de rivalidades, de credos y de castas, fue siempre, según Jaspers, el continente de la lucha y de la guerra, en América se han favorecido en todo momento las fuerzas de integración de sus diversos elementos étnicos, buscando en los principios del derecho y no en la fuerza el lazo de una permanente solidaridad política. América Latina, distinta fundamentalmente de los Estados Unidos por su individualismo exagerado, su idealismo tenaz, su entusiasmo por las ideas puras y los dogmas políticos, la indisciplina de su vida política, su culto de las ideas de humanidad e igualdad, ha erigido particularmente como norma de su vida internacional la proscripción de la fuerza y la exclusión de los elementos perturbadores del orden y las doctrinas disociadoras de otras partes del mundo, que chocan, como dijo Sáenz Peña, con la fecundidad del suelo americano y con los sentimientos de clemencia y generosidad propios de nuestra raza. De estas inclinaciones pacíficas y solidarias han surgido los postulados, que se han impuesto en las Conferencias Panamericanas, de exclusión de toda hegemonía política, de defensa de la paz y de las soluciones pacíficas de las controversias internacionales, de respeto de los derechos fundamentales de la persona humana, de culto de la armonía y de la tolerancia, de instituciones como el asilo que proscribe la persecución y la venganza y que han dado lugar, como dijo García Calderón, a una confederación moral sin pactos escritos y sin rudas sanciones. América Latina ha llevado sus ideales y los ha fusionado con los ideales de orden y de libertad propios de la tradición puritana de los Estados Unidos, de Washington, Jefferson y Hamilton. De ellas ha brotado la esencia del interamericanismo.
Han coincidido fundamentalmente los Estados Unidos y la América Latina en la defensa del principio de no intervención propugnado a la vez por Monroe y por Bolívar. Ellos han revivido en los convenios de Río de Janeiro, de Buenos Aires, de Lima y de Bogotá. En la Declaración de Solidaridad y Cooperación Americana aprobada en la Conferencia de la Consolidación de la Paz, en Buenos Aires el año 1936, las 21 repúblicas se obligaron a sostener el principio de "democracia solidaria en América", conforme al cual los actos susceptibles de perturbar la paz afectan a todas y cada una de ellas. Estos principios han sido reiterados por los artículos 24 y 25 de la Carta de la OEA y por sucesivos pactos de seguridad colectiva, tales como el Tratado de Asistencia Recíproca de Río y la Declaración 32 de la Conferencia Interamericana de Bogotá que condena "la ingerencia en la vida pública del continente americano de cualquier potencia extranjera o de cualquiera organización política que sirva intereses de una potencia extranjera, así como los métodos de cualquier especie de totalitarismo".
La no intervención es pues, uno de los puntos claves del interamericanismo. Es una sólida doctrina multilateral proclamada y sustentada por todas las repúblicas americanas, reafirmada en la Declaración de Lima de 24 de diciembre de 1938 que ordena el procedimiento de consulta para hacer efectiva la solidaridad americana contra cualquier atentado a su soberanía e independencia. El artículo 15 de la Carta de la OEA establece que ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho de intervenir, directa o indirectamente, ya sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro, y agrega terminantemente que este principio excluye no solamente la fuerza armada, sino también cualquier otra forma de ingerencia o de dependencia atentatoria de la personalidad del Estado y de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen. Está claro, pues, que los convenios interamericanos proscriben toda ingerencia extraña extracontinental en América y que ellos vedan también toda forma de ingerencia de un país americano en los asuntos internos del otro. Este principio es el más seguro amparo de las pequeñas naciones, la base más firme de la paz continental y el mejor recaudo de la seguridad común. Pero debe entenderse que no admite interpretaciones parciales y que no funciona en un sentido unilateral sino multilateralmente. Los pactos americanos contrarios a las ingerencias extracontinentales en asuntos americanos no contradicen los principios de las NN.UU. y antes bien se integran con ellos en la Carta de esta organización y en la de los Estados Americanos.
El caso de la Séptima Conferencia no es, sin embargo, un proceso como el de la Sexta Conferencia que señale o incumba responsabilidad y sanciones. El Perú ha propuesto una cita de conciliación y de fraternidad en la que se refuerce la unidad americana, la solidaridad histórica de América Latina y la conjugación de sus intereses con la democracia norteamer¡cana ligada a ella por factores geográficos irreversibles y comunidad de destino histórico. Seguimos una pauta de mejoramiento social y económico que trate de encauzar formas de vida más decorosas para los hombres de América en el campo económico y social y tratamos de desviar las corrientes discordes que conspiran contra las ideas de personalidad, unidad, estabilidad y autoridad que califican la cultura de Occidente. Defendemos junto con el sistema regional un estilo de vida y un sistema de valores que confíe en las fuerzas espirituales y destierre de la vida colectiva los factores de envidia, de odio y de venganza. No debemos dudar, en ningún momento, de los buenos propósitos tanto de Cuba como de los Estados Unidos ni arrogarnos la función de dirimir una divergencia bilateral. Entre Cuba y los EE. UU. han existido motivos de amistad y cooperación que han derivado en beneficio de la cultura de ambos pueblos y en acicate de progreso. Hay entre ellos, no obstante las divergencias surgidas y las mutuas inculpaciones, puntos de aproximación y de coincidencia. Los Estados Unidos han declarado por la voz del Secretario de Estado Hughes que ellos reconocen en América Latina "el derecho a la revolución y que cada nación puede gobernarse a sí misma según la forma que quiera y cambiarla a su arbitrio si es que cuenta para ello con la voluntad popular". "El principio de hegemonía de uno o más Estados americanos -proclamó el mismo estadista- debe ser descartado de una vez para siempre del sistema internacional americano". Cuba, al rechazar las afirmaciones oficiales de los Estados Unidos, ha asegurado también ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que su posición es de amistad y cooperación con todos los pueblos y que está dispuesta a convivir en paz y a incrementar sus relaciones diplomáticas y económicas sobre bases de igualdad y respeto mutuo con los Estados Unidos. Contrariando volanderas opiniones, Cuba ha afirmado, por la voz de su Ministro de Relaciones Exteriores, que quiere ajustarse a normas de derecho internacional y no a posiciones de fuerza, pero que rechaza cualquier intento de intervención en sus asuntos internos y las agresiones económicas. Debemos confiar por esto en las fórmulas de entendimiento y en la influencia de los factores morales e históricos de unión y solidaridad entre los pueblos de América. Sólo asociándonos todos los pueblos del Continente podremos resistir las agresiones de fuera y mantener la originalidad de nuestra cultura y de nuestras formas de vida. Yo no concibo ni puedo imaginar que el pueblo cubano, el pueblo de Martí, de Heredia y de Casal, de José Enrique Varona, en cuyos tiempos la isla tenía más maestros que soldados, pueda aceptar ajenas tutelas espirituales para convertirse en satélite de ninguna potencia. Debemos confiar en el pueblo de Cuba y debemos procurar que manteniendo la inspiración que brota de la realidad económica latinoamericana mantenga su íntima coherencia con nuestros pueblos a los que le unen lazos irrenunciables de sangre y de espíritu, para hallar juntos medios de conciliación amistosa como los que se obtuvieron entre México y los Estados Unidos que reafirmaron la unidad americana. Estos medios pacíficos refluirán enseguida en el mantenimiento del sistema interamericano, de nuevas estructuras de paz que traspasen el ya trillado camino de la buena vecindad y consagren una nueva armonía continental basada en la emancipación económica de nuestros pueblos. La subsistencia de los sistemas regionales en la confusión de la hora actual, urgida o ganada por el espíritu de lucro y de poder, por sentimientos de declinación y catástrofe y de vagos mensajes mesiánicos, cargados de ocultismo y gérmenes de discordia, debe reforzarse, no como factores egoistas que tiendan a destacar disparidades sino como elementos constructivos para un plan de coexistencia y armonía universal. Condenamos por esto toda intervención en los asuntos hemisféricos de potencias extrañas que traten de imponernos formas que no han surgido de nuestra propia evolución política y social y que representarían pobreza de invención o dependencia intelectual y política de extraños y lejanos tutores.
Reiteramos lo que hemos dicho otra vez. Vivimos según el humanista europeo en tiempos difíciles en que no se puede hablar ni callar sin peligro. América Latina vive las circunstancias dramáticas del subdesarrollo económico. Los trabajadores de América Latina moran en condiciones infrahumanas y reciben salarios seis veces inferiores a los de los grandes países industrializados, La economía y el bienestar de nuestros pueblos dependen del egoismo y del monopolio de los grandes consorcios y monopolios mundiales y deberían enfrentarse por una vasta política de promoción y desarrollo y no resolverse con una simple mentalidad bancaria. Hemos formulado reiteradamente nuestra demanda de ayuda financiera y de asistencia técnica, de crédito y de libre comercio pero no de dádivas. Debemos afrontar en esta Conferencia y en la próxima reunión de Bogotá, con voluntad unánime y vigorosa, la lucha a fondo contra los males del subdesarrollo que minan la solidaridad continental.
Pero la base sustantiva de la democracia y de la solidaridad que defiende el sistema Interamericano debe ser la libertad entendida como el respeto fundamental a la personalidad y a la dignidad humana, a la tolerancia como suprema virtud democrática, a la proscripción de toda estulticia o forma de persecución de las ideas, ya que la democracia no puede defenderse sino con armas democráticas que son las de la inteligencia y la razón.
Confiamos en que la revolución cubana que ha proclamado principios que significan una honda transformación económica, la mejora de los niveles de vida y una más justa distribución de la riqueza, no se desvíe de su camino original y su destino americano que comparte la mayoría de nuestros pueblos y gobiernos, y los Estados Unidos, que han declarado su voluntad de servir a la paz y al bienestar de los pueblos americanos, hallen una fórmula de entendimiento en que se realice el más amplio ideal de vida de la humanidad, que es el vivir sin temor y se haga prevalecer el espíritu de razón y de conciliación contra toda forma de fanatismo, de miedo y de pasión. Confiemos, como en el Evangelio de San Lucas, en que podamos andar juntos sin represión y que en ese alto plano de amistad podamos convertir los corazones de los rebeldes a la prudencia de los justos, para bien de América y de la Humanidad.
(San José, 1960)