domingo, 2 de enero de 2011

LA UNIVERSIDAD DE LOS AMANTES

Era otro amanecer, diferente, parecía algo así como la vida luego de la muerte; es que al Dr. Sirot el otoño no le venía bien últimamente, el tedio del matrimonio eterno, sin amor y sin sentido, además de un par de hijos jóvenes, que ya no necesitaban de sus cuidados y menos de sus consejos, porque hasta odiaba dárselos. Lo que sucedía es que siempre consideró inútiles los consejos y las recomendaciones, aquel cincuentón desfachatado creía fervientemente en que la raza humana era un especie en involución; acartodana, perversa y cuya única finalidad consistía en destruir este hermoso planeta y perseguir inmisericordemente a los creativos, a aquellos que marchan contracorriente, porque al no encuentran otra solución para sus pesares lo único que les queda burlarse de sí mismos, como eslabón perdido, de una felicidad efímera y casi inexistente.
Al despertar su cuerpo acostumbrado al insomnio y a una inocultable depresión e infelicidad, notó que tenía adherido a su piel, otra piel; distinta por supuesto a la suya y a la de la mujer que por muchos años acompaña su vida sin acompañar nada de lo que amaba: las aventuras, el barrio, los tragos, la noche, los valses, los boleros y los tangos, la bohemia y la anarquía. Claro, etendía que era muy difícil encontrar una mujer que lo quisiera como a él le gustaba vivir, por eso de su estoicismo matrimonial y de su aburrida convivencia.
Notó inmediatamente que era feliz, claro, esa piel dulce y joven de la alumna raptada por la locura lo hizo sonreir como cuando terminaba de dictar las clases del curso de Derecho Procesal Constitucional, es que agradecía a todos los dioses, siempre el final, porque estaba seguro que ese grupo de jovenes traviesos y poco responsables lo que más odiaban era escucharlo y escuchar al resto de su profesores, tan o más mediocres que él, llenos de grados, títulos y libros aburridísimos, que no enseñaban nada, que no ganaban ni perdían nada, que sólo trascendían en la vida de los estudiantes por algunos infernales minutos, cuando estos tenían que salvar algún antediluviano exámen.
Siempre creyó que la cordura era lo último que debía utilizar para sobrevivir y ser feliz por algunos segundos, es por eso que nunca quitó los ojos de encima de esa tersa piel canela desde el primer día que la vió en su clase, los días adquirieron forma de labios carnosos, de senos empinados y de caderas voluptuosas, "a veces es bueno rendirse ante la adversidad", lo decía en tono sarcástico, "alguno de ustedes más temprano que tarde aceptarán la derrota de ser felices por sólo unos minutos" y una mueca burlona y cachacienta aparecía en su cara de irreversible desencanto.
Ella andaba por los veinte y tantos, arañando los treinta, se diría mejor, con un novio que hacía pedazos su paciencia por torpe e inconstante hasta cuando la poseía, pensaba que los hombres son iguales a cualquier edad y que más temprano que tarde tenía lamentablemente que casarse con alguno; la boda perfecta es el sueño de todas, pensaba, igual se casan de blanco, pasean en limosina, bailan un vals mal bailado, tiran el buquet a las que van quedando sin atrapar maridos o sea las solteras y tienen una luna de miel sólo con algunos orgasmos que eran conseguidos recordando a quien amaron pero no las amó, ni desposó.
Por su experiencia en la cama, ella sabía que era una tonta mentira, el decir que cambiar neuronas por músculos era cuestión de edad, alguna vez se acostó con un apuesto cuarentón cuya disfunción eréctil y eyaculación precoz fueron las mejores cualidades que mostró, sabía que los hombres son tan estúpidos, que de jóvenes se venden como machos cabríos y de maduros como expertos en amores, nada de eso era cierto, la canción de los "cuarenta y veinte" era bonita, pero era simplemente una canción, no la respuesta a la felicidad, ni menos la llave de entrada al paraíso.
No recordaban exactamente qué los llevó a la cáma, pero el amanecer los sorprendió así, llenos de sudor, colmados de besos y libres por unas horas de sus etiquetas y formularios para ser felices, él pensaba que lo bueno de la universidad donde enseñaba era ella y ella pensaba que lo malo de la universidad era no haberlo hecho antes con su profesor. Ambos advirtieron que habían apagado sus celulares, lo que en estos tiempos implica incomunicación absoluta, se miraron y sonrieron ante ese alarde libertario tan poco común entre la gente emparejada, que siempre debe tener el celular encendido para ser controlada por sus novios o esposas con más precisión que el cerebro a los esfínteres.
El sol cuyos brazos llenos de brillo se filtraron por la ventana de la habitación les recordó que la ciudad empezaba a despertar y que la vida iba intentar nuevamente el convertirlos en muerte, por cuanto aparecía todas las mañanas llena de tedio y aburrimiento, las grandes decisiones siempre las toman las mujeres, pensó él, en efecto, antes que la mañana apareciera con toda su brutalidad citadina y que los ruidos de la avenida contigua al hotel donde se encontraban se apoderasen de sus realidades, ella montó y cabalgó nuevamente sobre su profesor, el ritmo del amor reaparecía como siempre en la infidelidad, con la cordura de los locos y la verdad de las promesas incumplidas, se abandonaron al desenfreno de sus pieles humedecidas por la inagotable excitación que la felicidad regala muy pocas veces y en aquella oportunidad apareció sin saber cómo, prolongándose hasta que de vez en cuando, el cansancio de la fidelidad a sus partejas, los vuelve a juntar, sólo de vez en cuando.
Zarapastro.















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